Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y salió huyendo con un grito de espanto.
-Es una murena helena -nos dijo-, así llamada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. ... Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso.
Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.
Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamí nea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y termina
Tarde o temprano teníamos que llegar a esa ruptura. Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros.Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de África.
Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura,
con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas.
-¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean!
Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vidas, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel instante fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta métrica, mientras otro tomaba fotografías con una cámara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que había teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable de su verano feliz.
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