miércoles, 14 de octubre de 2015

AUDIO LECTURAS Gabriel Garcia Marquez


 Un día de estos



la luz es como el agua



Gabriel García Márquez Caja De Cuentos


Gabriel García Márquez Cuento En este pueblo no hay ladrones


Gabriel García Márquez Cuento Solo vine a hablar por telefono


Gabriel García Márquez La siesta del martes


Gabriel García Marquez algo muy grave va a suceder en este pueblo, video


Gabriel García Marquez Un dia de estos, video


Gabriel García Marquez La luz es como el agua video


Gabriel García Marquez el ahogado mas hermoso del mundo audio


Gabriel García Marquez Los funerales de la mama grande audio


Gabriel García Marquez Buen viaje señor presidente, video


Gabriel García Marquez El rastro de tu sangre en la nieve, audio


miércoles, 7 de octubre de 2015

Gabriel Garcia Marquez Amargura para tres sonámbulos (1949)



         Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.
          Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, no
s pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo:
         “No volveré a sonreír”.
          Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.
          Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.
          sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba, convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte”, pensábamos a coro.
          Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuest
ros ocultos defectos.

          Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.
          Sabíamos sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
          Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiando de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente muerte 

                                                                            
   De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma convencida y seguro en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.
          Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.

Gabriel García Marquez, La prodigiosa tarde de Baltazar

La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se for­mó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.
         —Tienes que afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.
         —Es malo afeitarse después del almuerzo —dijo Baltazar.
         Tenía una barba de dos semanas, un ca­bello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de mucha­cho.
Temas: la incertidumbre, la soledad, la desesperanza, las clases sociales, los conflictos políticos y sociales

Baltazar es un artesano pobre y de vida sencilla.  Su vocación artística no es comprendida por nadie, excepto por los niños.  La jaula que Baltazar construye es algo increíble de ver.  La edad y el oficio de Baltasar son los de Jesucristo.
José Montiel es el hombre más rico del pueblo.  No puede dormir con el ventilador prendido a pesar del calor agobiante por temor a la muerte. 
Ambiente: La ciudad parece una aldea olvidada. Hay calles polvorientas.  El calor agobiante, inclemente.  El calor evoca lentitud, desgano, adormecimiento, fatiga de la vida.

 En "La prodigiosa tarde de Baltazar" asoman  algunos rasgos de lo que se conoce como realismo mágico; y eso puede verse desde el título, donde se usa una palabra exagerada y grandilocuente como "prodigiosa", que encierra en su significado una alusión directa a algo extraordinario, algo fuera de lo cotidiano, algo que no es del todo normal.También está, dentro de la línea argumental, la jaula que Baltazar construye, que es una jaula inverosímil, propia de un cuento de hadas por su belleza única e irrepetible. Finalmente, en la galería de los personajes, hallamos un José Montieldesmesurado y cruel, incapaz de dormir con el ventilador prendido a pesar del calor agobiante, por temor a que alguien se metiera en su casa y lo matara por todas sus atrocidades. Pero todos estos elementos, conjugados, están enmarcados en una trama donde los conflictos sociales y políticos ocupan el primer plano.

Esto explica por qué la gente del pueblo le tiene antipatía y muestra su solidaridad con Baltazar, al creer ingenuamente que ha sido capaz de ganarle a Montiel una pequeña batalla comercial tras venderle a un precio elevado una jaula para turpiales.

En la cúspide de la pirámide social tenemos a José Montiel, rico y poderoso; en medio tenemos al Dr. Giraldo, profesional sensible; y en la base está Baltazar,
artesano pobre y sencillo que se gana la vida como carpintero. Sabemos además, por la información obtenida en otros cuentos de García Márquez, que la situación política del pueblo es caótica y que Montiel ha obtenido toda su riqueza y su poder por medio del abuso y el crimen.  

Aunque el conflicto social está en un primer plano, existen al interior del relato otro tipo de confrontaciones. Por ejemplo, la confrontación entre los adultos y los niños, puesto que los primeros o bien desprecian la jaula (como Montiel) o bien le ponen un precio (como el Dr. Giraldo y Úrsula), mientras que los últimos admiran alelados su belleza e inconscientemente saben que la misma no tiene precio.

Luego está la confrontación entre Baltazar y Úrsula, su mujer, en su percepción de la realidad; Baltazar es un artista, lo suyo no es "profesión" sino "vocación", que lo have vivir en un mundo imaginario que no sabe de precios ni de mercancías; Úrsula, en cambio, tiene los pies bien puestos sobre la tierra y toma las decisiones con un pragmatismo y una frialdad que Baltazar acepta sin protestar.
He aquí una primera conclusión de importancia: "La prodigiosa tarde de Baltazar" es la historia de un hombre doblemente marginado, primero por su condición de pobre y segundo por su condición de artista. Y debido a esta marginación, encuentra un refugio en su arte, se vuelca a un mundo imaginario donde contempla embriagado miles de jaulas preciosas, admiradas y deseadas por todos.

García Márquez ha dicho muchas veces que el tema central de su obra es la soledad. En el relato que hoy nos ocupa, la soledad de Baltazar es la soledad del artista. No lo comprende nadie, excepto los niños. Montiel lo desprecia, el Dr. Giraldo le dice apenado "hubieras sido un extraordinario arquitecto" y Úrsula lo regaña por entregarse con tanta pasión a su arte, convirtiéndolo en un fin y no en un medio.

Pero precisamente por esta incomprensión es que Baltazar se eleva por sobre todo el pueblo. En el episodio de su entrevista con Montiel, cuando éste último pretende humillarlo insultándole y llamando "cacharro" a su jaula, a su obra maestra, las palabras hirientes no afectan a Baltazar porque él está en otro plano, es superior al hombre rico que le maltrata, es más, le tiene compasión.

Por eso es que cuando Baltazar piensa en Montiel, siente piedad por sus padecimientos de hombre rico, por sus achaques que lo llevarán a morir de una simple rabieta, por su esposa que tiene una obsesión enfermiza con la muerte. 
Su superioridad moral queda revelada en el mencionado episodio, cuando Baltazar, convencido de que Montiel no le dará un centavo por la jaula que encargó su pequeño hijo, se la regala al niño y se marcha. La jaula pues no tiene precio, es tan bella que no queda sino corroborar lo que dice el Dr. Giraldo: "Ni siquiera será necesario ponerle pájaros . . . Bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola".


La obra de García Márquez tiene otro tema, aparte de la soledad. Es la desesperanza. En su novela El coronel no tiene quien le escriba, por ejemplo, el personaje está condenado a esperar una carta que nunca llega. 

Turpiales al atardecer
En "La prodigiosa tarde de Baltazar" vemos unos pueblerinos sumergidos en el aburrimiento, sin esperanzas de cambiar la realidad que los oprime, como si fueran títeres de una historia tumultuosa plagada de abusos, injusticias, rebeliones sofocadas, tiranos excesivos, etc. 
La ciudad parece una aldea olvidada de calles polvorientas donde el calor agobiante lo cubre todo, sumiendo a todos en el sopor y el adormecimiento.

 El calor es fundamental en la obra de García Márquez porque evoca lentitud, desgano, adormecimiento, fatiga de la vida.